La noticia de que hay una película que llevará a la gran pantalla al universo de The Legend of Zelda nos ha cogido a todos por sorpresa, y el anuncio de que se tratará de un Live Action (o imagen real) no ha dejado a nadie indiferente y ha provocado todo tipo de reacciones. Decidir realizar una adaptación a Imagen Real en lugar de animación es la primera de las, sin duda, muchas decisiones que todo el equipo implicado deberá tomar a la hora de encarar este proyecto. Sin embargo, se trata de una decisión de indudable peso que trae consigo un gran número de desafíos. En este artículo trataré de enumerar algunos de ellos y, por qué no, brindar algunas posibles soluciones.
CGI o Imagen Generada por Ordenador
Algo está cambiando en la forma de hacer cine palomitero: el uso y abuso del CGI. Cada vez se opta más por meter a los actores en habitaciones con algo de decorado y un gran fondo de croma detrás. En ocasiones no hay ni decorados, y a veces los actores no interactúan realmente con otros y son añadidos posteriormente, así como el entorno al que se supone que los personajes deben reaccionar. El CGI no es malo per sé, pero su abuso puede hacer que el producto final se resienta y para ilustrarlo me bastaré de tres sencillos ejemplos:
Mismo elemento, reacciones distintas. En It, Capítulo 2 (Andy Muschietti, 2019), vemos a Jessica Chastain asomarse a un lugar desde el que aparece una cucaracha de CGI. Su reacción, que debería mostrar asco y repulsión, es ínfima. Delante de ella, cuando se grabó, no había nada, y ni siquiera sabía cuándo debía reaccionar, ya que sería un añadido posterior del montaje. La cucaracha está ahí, sin más, y no nos produce nada. Sin embargo, hay otra cucaracha en Vampire’s Kiss (Robert Bierman, 1988), y en esta ocasión, como es una cucaracha totalmente real, la reacción de Nicolas Cage es absolutamente genuina, hasta el punto de que se vuelve una de las escenas más memorables de la película, frente al añadido por completo olvidable del primer ejemplo, aún siendo el mismo elemento. Y no se trata, precisamente, de que Nicolas Cage sea mucho mejor actor que Jessica Chastain, sino de que los actores siempre harán un mejor trabajo cuando tienen algo a lo que reaccionar.
Misma idea, distintos directores. Por un lado tenemos a Jurassic Park, dirigido por Steven Spielberg en 1993, y por otro a Jurassic World, dirigido por Colin Trevorrow en 2015. La idea es la misma: un parque temático con dinosaurios, dos niños que lo visitan, un hombre y una mujer que tienen que hacerse cargo de la situación cuando la cosa se descontrola. Además de que la premisa es idéntica, Jurassic World contó con un CGI mucho más avanzado que permitía crear imágenes mucho más impresionantes. Sin embargo, ¿qué película es más memorable de las dos? Spielberg decidió resolver las escenas mediante animatrónicos y escenarios reales, mientras que Trevorrow recurrió al CGI hasta para crear la suciedad de los escenarios que atravesaban los personajes y nada se siente real ni amenazante. Parafraseando a Chico Morera, crítico y director, en Jurassic Park sentimos que la vida se abre camino, mientras que en Jurassic World sentimos que el CGI se abre camino. Se podría contraargumentar que, en realidad, se trata de que Spielberg era un director mucho más experimentado, ¿verdad? Pues atentos, entonces, al tercer ejemplo:
Misma idea y mismo director, distinta cantidad de CGI. Peter Jackson es el director tanto de la trilogía de El Señor de los Anillos como de la trilogía de El Hobbit. Ambas historias transcurren en el mismo mundo, comparten personajes y tienen el mismo tono de épica fantástica-medieval, que es, de hecho, la atmósfera que debería tener una adaptación de The Legend of Zelda. Sin embargo, en la primera trilogía utilizó escenarios reales y los actores interactuaban entre ellos para dar vida a los personajes, mientras que en El Hobbit todo transcurría en habitaciones llenas de croma y los actores le hablaban al aire. Tanto fue así que el propio Peter Jackson tuvo que suplicarle de rodillas a Ian McKellen, el actor que interpretó a Gandalf en ambas trilogías, que regresara al proyecto, ya que éste abandonó los platós y aseguró que tendrían que buscarse a otro actor, pues le parecía indigno tener que decir todas sus líneas de diálogo sin tener a un actor real delante. Y, comparando una trilogía con otra, el resultado que nos llega posee una diferencia de calidad abismal. Una película siempre se resiente cuando los actores no se lo han pasado bien rodándola.
Probablemente estos tres ejemplos sirvan para ilustrar la problemática del abuso sin sentido y/o dependencia del CGI cuando hay otras maneras de alcanzar los mismos efectos y que se toman más en serio al espectador. Por desgracia, la educación visual es algo a lo que no podemos escapar y esto implica que las nuevas generaciones estén cada vez más acostumbradas al CGI y que, por tanto, pasen más por el aro. Un ejemplo paradigmático son las explosiones y el fuego. Cada vez veo a más gente joven a las que no les chirrían escenas aparentemente espectaculares pero que no dejan de ser estériles y frías. Quizá sea por eso que sientan tanta fascinación por un director que está muy lejos de ser un genio, pero que todavía sigue siendo artesanal en ese sentido, es decir, Christopher Nolan. Hay un choque de estilo y pueden apreciar esa diferencia.
Los actores no importan
Como se ha visto, incluso los mismos actores bajo el mismo director (como es el caso de Ian McKellen con Peter Jackson) pueden tener un desempeño totalmente distinto en función de las decisiones que el director haya tomado para cada proyecto concreto. El ejemplo más paradigmático sea, quizá, la adaptación Live Action de Mulán (Niki Caro, 2020), que contó con un reparto de lujo, casi legendario: Jet Li, Donnie Yen, Gong Li, Jason Scott Lee, Tzi Ma, Cheng Pei-Pei… Todos maestros del cine de artes marciales, como para hacer la mejor cinta Wuxia de la historia, pero en su lugar terminó siendo la película de artes marciales más olvidable de la historia. Por tanto, la elección del elenco debería ser la menor de nuestras preocupaciones: el llevar a buen puerto una adaptación depende, casi por entero, del equipo técnico.
De momento, tenemos como productor a Avi Arad, productor principalmente de cine palomitero. Del guión se encargará Derek Connolly, cuya mayoría de trabajos son infames (como, de hecho, el guión de Jurassic World), y como director a Wes Ball, que no es ni mucho menos un autor, ya que hasta el momento sólo ha dirigido cine de encargo. El conjunto no es para nada prometedor, pero nos queda confiar en la implicación de Shigeru Miyamoto, padre y paladín de la saga y sus personajes. En ocasiones, un mismo director puede realizar trabajos de calidad muy variable; al igual que vimos con Peter Jacson, asimismo es el caso de David Yates, cuya labor de dirección en la adaptación de Harry Potter y el Príncipe Mestizo (2009) es infinitamente superior a su misma labor, sólo dos años antes, en la adaptación de Harry Potter y la Orden del Fénix (2007). ¿Quién sabe por qué? Tal vez sea parte de la magia del cine.
¿Qué contar?
El tercer gran desafío a la hora de llevar a The Legend of Zelda a la gran pantalla es sin duda escoger qué historia contar. La dificultad estriba, sobre todo, en que la historia, de por sí, no brilla especialmente en casi ningún juego de la saga, por no decir en ninguno. La mayoría son historias sencillas, con personajes arquetípicos y conflictos simples, a lo sumo con elementos que añaden cierta complejidad a la sucesión de los hechos, como pueden ser los viajes en el tiempo o la dualidad de mundos. Lo que hace que las historias de estos juegos las sintamos como grandes historias es que las vivimos. Estamos ahí, a través de los mandos. Llevamos a nuestro personaje por cada acontecimiento y, aunque el conflicto del bien contra el mal es el más básico de todos los tiempos, nos importa porque somos nosotros los que debemos derrotar al mal.
En una película, en cambio, este factor se pierde por completo. Ya no formaremos parte de la historia, sino que tan sólo la veremos. Adaptar un juego concreto de la saga, o sencillamente el esquema de cualquiera de los juegos, me parecería un error, ya que son historias que hemos visto miles de veces. El clásico cuento de hadas y caballeros, la princesa en apuros, el bien contra el mal. Funciona en un juego si el reto es para nosotros, pero para el cine es una idea caduca.
Tengo otro temor: se conjugan el gran éxito de la adaptación del videojuego de The Last of Us (de tema post-apocalíptico) y el tremendo éxito para la franquicia que han sido tanto Breath of the Wild como Tears of the Kingdom, ambos post-apocalípticos a su manera. ¿Y si deciden, sumando ambas percepciones de éxito, llevar al cine una historia basada en estos dos últimos juegos? Un nuevo problema se entrevé en esta posibilidad: este Link es, de lejos, el protagonista menos carismático de la saga y, por extensión, casi que de los videojuegos en general. Sin embargo, la historia del cine nos da ejemplos de adaptaciones de videojuegos a la gran pantalla en los que, donde todo lo demás falló (la dirección, los escenarios, la historia, etcétera), fueron salvadas por el carisma de sus protagonistas. Por ejemplo, el carisma de Jean-Claude Van Damme salvando el sindiós de película que fue Street Fighter: la última batalla (Steven E. de Souza, 1994). ¿Qué Link escogerán? ¿Se arriesgarán y crearán un personaje memorable, o irán a lo seguro y optarán por lo mediocre?
A grandes problemas, grandes soluciones
No hay duda de que una adaptación de The Legend of Zelda que nos deje contentos a los fans no será una tarea sencilla. A lo largo de este artículo hemos visto algunos de los problemas clave que florecen tras la decisión de realizar la adaptación a Imagen Real o Live Action.
El primero de ellos, y que hace efecto dominó sobre los demás, la cantidad de CGI: Demasiado puede provocar la sensación de estar viendo un artificio excesivamente irreal; demasiado poco puede dar la impresión de estar viendo a un grupo de amigos haciendo cosplay en mitad de un prado. Ante esta tesitura se me ocurren tres soluciones:
Una de ellas es optar por una historia que haga mucho más hincapié en lo medieval y deje más de lado lo fantástico. De tono ligeramente sobrio, oscuro. A día de hoy se siguen haciendo grandes producciones de corte clásico medieval que siguen siendo resultonas y no necesitan apenas de CGI. Un ejemplo muy reciente: El último duelo (Ridley Scott, 2021). No obstante, esto supondría sacrificar gran parte del espíritu y la mitología de la saga, aunque podría tener un resultado interesante.
Otra opción es optar por el cine impresionista, es decir, obras que no pretenden que nos creamos la historia que estamos viendo, sino que prefieren un apartado visual que te grita a la cara que lo que estás viendo es lo que es, es decir, una película, ficción. Éste es el sello visual de, por ejemplo, directores como Tim Burton aún en sus cintas de imagen real, como es el caso de Beetlejuice, Eduardo Manostijeras o Big Fish (1988, 1990 y 2003, respectivamente), por poner algunos ejemplos. Así, mientras que en el punto número uno tendríamos batallas de espadas más serias y realistas como, por ejemplo, en Los Duelistas (Scott, 1977), en un estilo más impresionista podríamos tener batallas más bellamente coreografiadas y vistosas, como sería el caso (con las mismas armas que en el ejemplo anterior) del enfrentamiento de esgrima entre Cary Elwes y Mandy Patinkin en La Princesa Prometida (Rob Reiner, 1987).
Una tercera y viable opción sería la síntesis de las dos anteriores a través del meta-cine. El paralelismo más adecuado sería, sin duda, La Historia Interminable (Wolfgang Petersen, 1984). En esta película, un joven protagonista (interpretado por Barret Oliver) habita el mundo real, oscuro y sórdido, mientras lee un libro, y el protagonista de ese libro (interpretado por Noah Hathaway) habita un mundo de fantasía, rodado de forma completamente distinta, de corte impresionista. Ambos se van retroalimentando y la historia que vive el segundo depende del acercamiento del primero al libro. ¿No sería, tal vez, ésta la opción más adecuada para adaptar The Legend of Zelda? Tan sólo habría que sustituir el libro por una consola, y tendríamos la fórmula perfecta: nos sentiríamos emocionalmente implicados e identificados con el niño que juega, y no nos sacaría tanto de la película que hubiese un tratamiento excesivo de CGI en Hyrule, pues veríamos que se trata de un videojuego dentro de la propia ficción y se explicaría de manera diegética la diferenciación estética entre realidad y artificialidad. Además, esta opción brindaría una gran versatilidad para contar la historia y tendría una gran flexibilidad para permitirse ser divertida, aplicando a una historia que debería ser lineal conceptos aparentemente incompatibles como lo son el reseteo, los puntos de guardado, los bugs, el pause y un gran etcétera, que podrían tratarse como hace Michael Haneke en Funny Games (1997 y 2007) cuando los propios personajes echan para atrás la propia película cuando algo no sale como esperaban. De esta forma, también se le podría perdonar que la historia que transcurre en Hyrule no fuese gran cosa, pues la gracia estaría en el juego de paralelismos entre el niño real y cómo sus actos la hacen avanzar en Hyrule, en el énfasis de ese aspecto que hace que Link se llame, precisamente, Link, y que ha dado desde siempre sentido a la saga.
Es imposible hacer una película que le guste a todo el mundo, y esto se vuelve especialmente arduo cuando se trata de una adaptación: siempre habrá quien prefiera la fidelidad al material original en detrimento de las posibilidades expresivas del medio, y siempre habrá quien guste de lo opuesto. Contentar a ambos es tan plausible como lo es estar sentado y estar de pie a la vez. Así, no existe la fórmula perfecta para llevar a la gran pantalla a The Legend of Zelda.
Lo que es seguro es que, pase lo que pase, los zelderos iremos a verla, pues es algo que llevamos esperando muchísimo tiempo. Y, aunque ahora tenemos, sobre todo, miedo, cuando llegue el día, todo cuanto tendremos será ilusión.
M.
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