[Relato] Las 50 sombras del Rey

 

 
Este relato fue escrito por Arpa de Nayru
 
Ser princesa no es fácil y, aunque Hyrule no sea la Francia de finales del XVIII, tampoco es una excepción. Ser la Princesa Zelda supone estar maldita, pero no estoy hablando de la maldición del Heraldo de la Muerte. Supone estar maldita por ser quien se es. Por sus venas corre la sangre de la Diosa Hylia y, por más que este hecho se narra como una bendición, no es en realidad sino todo lo contrario.

La Princesa Zelda es, desde su nacimiento, un instrumento para el Rey. Su venida al mundo ha de ser todo un acontecimiento en su día: su mujer da a luz a una niña y él sonríe sin duda más que la madre; primero, porque no ha sufrido los dolores del parto; segundo, porque en esa niña está asegurada su posición como oligarca.

¿Por qué los Hylianos son los monarcas de Hyrule, si son inferiores al resto de tribus que lo habitan? Porque algún día el mal ha de regresar, y es la sangre de Hylia la que es capaz de combatirlo. Aparte de eso, poco más hace la Casa Real de Hyrule. Cada tribu se las ha apañado para subsistir sin depender de ellos, siempre que se cuiden de no contradecir sus mandatos. Sólo la amenaza de un mal hipotético y abstracto mantiene unidas al resto de tribus en una sumisión pacífica. Pero ¿quién sabe qué ocurriría si la esposa del Rey no diera a luz a otra princesa? ¿Qué supone el Rey, sin su hija?

Zelda, desde que nace, es el instrumento del monarca y de la Casa Real como estamento: es su cimiento y su pegamento. Es lo que tranquiliza al resto de tribus y no les hace mirar con suspicacia a un Rey Hyliano que no acumula otro mérito que el de plantar la semilla necesaria para perpetuar la sangre de Hylia de su esposa.

Alguna vez, sin embargo, estos cimientos se han tambaleado. Alguna vez pareció que, tal vez, la sangre de la Diosa ya no fuese lo único útil contra el mal. La respuesta, por parte del Rey, en todas las eras sediento de lealtad, fue siempre tajante, violenta, cruel. El miedo del Rey nunca fue perecer ante esas otras formas de resistencia (como la tecnología sheikah), sino perder su posición de poder. Que su instrumento, es decir, su hija, se volviese prescindible y, por tanto, él fuera detrás.

Así, la maldición de cada princesa que nace es tener ya marcado su destino: si el mal aparece, ir a primera línea de batalla. Si el mal no aparece, quedarse en casa, brindando progenie. Dar a luz al siguiente relevo. Y así, relevo tras relevo, puede el Rey seguir siendo quien es, y la princesa nunca puede dejar de serlo.

Algo inquietante se deduce de esto: el Rey, para ser el Rey, es decir, el paladín del bien, necesita al mal. Cuando, cegado de sed de lealtad, el Rey de Hyrule aceptó los subterfugios del Rey Demonio, jefe del único pueblo que aún no se había sometido a él en Ocarina of Time, no cometió un error como siempre se ha dicho, sino que, al desatar de nuevo el ciclo del mal, perpetuó para siempre lo imperativo de un estamento que asegurase tener a la diosa Hylia a disposición del “bien”. Del mismo modo que una organización dedicada a combatir la pobreza, para subsistir, necesita, paradójicamente, que la pobreza nunca se erradique, la Casa Real de Hyrule, para existir, necesita que nunca cese precisamente aquello que, en apariencia, más la amenaza.

Y entre esta simbiosis perversa está siempre la princesa. Zelda, que irremediablemente debe venir al mundo. Zelda, que tiene el destino ya escrito, que todas las decisiones que tomará ya estaban en realidad tomadas desde que estaba en el vientre materno. Zelda, condenada por su nombre a ser engranaje, solitario y sufriente, de un sistema que da vueltas sin avanzar a ninguna parte. Pero más le vale no fallar, porque la sangre de la Diosa está en ella. Y si no detiene al mal, o si no da a luz a otra niña, el Reino caerá y será solo culpa suya, porque ya nació con una maldición llamada responsabilidad.

Mientras tanto, en la sombra, el Rey sonríe, y, en algún lugar siniestro, hay otro monarca que, con insidia, le devuelve la sonrisa.


 

 

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